- ¿Qué pasa?- Preguntó ella, tranquila, aunque intrigada por la forma en que él la miraba
- Nada - respondió, casi como si de verdad nada estuviera pasando.
- Y, ¿entonces?- dijo, entre pequeñas risas
- ¿Entonces qué? - retrucó, esbozando una sonrisa picaresca
- ¿Por qué me mirás así?- inquirió ella, acercándose lentamente a él, moviendo suavemente sus caderas
- Porque no se me ocurre otra forma de mirarte- contestó, soltando al final una risa infantil, mientras hacia dos pasos hacia ella
- ¿Y por qué será? – se acercó un poco más, mientras entrelazaba sus finos brazos con ese cuello reacio, tostado de sol suyo
- Muy buena pregunta - sus ojos se posaron sobre esos labios rojos carmesí, lanzó una mirada de duda al aire, como pidiendo por un permiso que nunca le fue negado
- Vení - dijo ella - no te me escapes... - acarició su rostro con sus finos dedos y lo acercó para besarlo
- Tengo miedo - suspiró él - tengo miedo de no poder soltarte más –
- Entonces no me sueltes - rogó, mientras hundía sus labios con los suyos en un tierno beso
Él la rodeo con sus brazos por la cintura, esa fina cintura, toda ella era fina, estilizada, de piel suave y tersa, se veía tan frágil que parecía que al menor movimiento brusco podía llegar a romperse; era liviana como una pluma, de finos cabellos oscuros que caían armoniosamente sobre sus hombros, siempre y cuando los llevase sueltos, en general se encontraban apresados en una trenza enmarañada que al primer indicio de libertad se abalanzarían sobre la tierra para plantar raíces; sus ojos tristes de mirada plácida, con un color entre marrón y marrón, hacían suspirar al más duro de los barbaros y curtían la piel del mas afrancesado de los Condes, mientras hacían que sus brazos se hinchasen como los de un estibador; morena en verano y blanca en invierno, parecía que su piel reflejara el color de la arena del Sur y la nieve del Norte a la vez, sólo la primavera y el otoño dejaban al descubierto ese tono pacifico de su piel; delgada y de curvas suaves, ningún hombre podía perder el control en alguna de ellas, pero si podía perder la cabeza con su risa o sus pláticas.
Él, un espécimen típico de hombre del sur del norte, nacido en la parte oriental del occidente; ni muy alto ni muy bajo, jamás fue de los primeros en enterarse del chaparrón de mayo, pero tampoco fue el primero en darse cuenta de las germinaciones de noviembre; el tinte oliva de su piel iluminaba la habitación más oscura; de ojos marrones y pequeños como de gato recién nacido, de mirada melancólica, como extrañando algo que aún no sabe si se le perdió o no encontró; delgado, de movimientos o torpes o hábiles, sin punto intermedio; tímido pero con aires de galantería, aunque la luna a veces le reclamase esos arranques de Don Juan; no era más que un hombre común de los que uno solo puede sacar de esos lugares comunes que aparecen en todos los países, de esos pueblos que se repiten en todo el mundo con gente igual y común, como si Dios hubiese fabricado dichos pueblos-ciudades en serie para ahorrarse trabajo, o como habiéndolos hecho el Sábado a última hora...
Abrazados así los encontró la hora siguiente, él no quiso soltarla, y ella no hizo nada para evitarlo, él firmemente aferrado a su cintura, y ella colgada de su cuello como temiendo caer en la boca del yacaré... La levantó del suelo, y ella se aferró a él firmemente con sus piernas, rodeándolo por la cintura, él la lleno de besos tímidos que comenzaron en la frente, bajaron por la mejilla, se perdieron en los labios y terminaban en el cuello, ella respondía con un leve movimiento de caderas y suspiros suaves.
Abrazados así los encontró la hora siguiente a la siguiente, ni las piernas de ella ni los brazos de él parecían cansarse, parecían hechos de acuarelas pintadas sobre piedra basáltica, y así siguieron por el resto del día, y hasta bien entrada la noche, cuando decidieron ir a dormir, así, entrelazados y de píe, hasta que despertaron y decidieron ir a la cama
La cama de una plaza parecía hacer malabares para poder mantener a los amantes encima, sus movimientos laboriosos llevaron a temblar hasta los cimientos de la casa. Amantes mudos, mas no por eso poco apasionados, llenaron una noche plácida y primaveral con un aroma a amor veraniego vitalicio. Cuando ya la noche los venció y a ninguno le quedaban fuerzas, cayeron dormidos, ahí y solo ahí se soltaron, y cada uno volvió al universo del que salió, esperando a que pase un milenio en unas horas, y así, volver a ese mundo desgraciado que los había juntado vaya uno a saber si por capricho, por conveniencia o por una apuesta perdida con el destino o con el diablo...
de los cuentos perdidos de por ahí...